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Idealismos y realidades

Una de las características principales de la juventud, ese problema que se supera con el paso de los años, es su idealismo. Como la rebeldía, son formas naturales de irrumpir en el mundo adulto. Supongo, debo reconocer mi ignorancia en este campo, que forma parte del proceso natural de maduración o, como diría mi abuela, los golpes de la vida son los que te hacen poner los pies en el suelo.

Pero, en mi opinión, uno de los mayores riesgos que puede tener una sociedad es poner su futuro, su evolución, en manos de quienes son incapaces de valorar las consecuencias de sus actos a largo plazo.

Dicho de otra manera, la planificación suele estar enfrentada a los meros idealismos que se basan en objetivos a corto plazo y que ignoran la afectación que se produce en otros campos periféricos a nuestros deseos e intenciones.

Los jóvenes de principios de los 80, como anteriormente los que vivieron en la década de los 70, vivíamos entre pegatinas con soles que nos decían: “Nuclear, no gracias”. Con algunas honrosas excepciones (entre las que me cuento), suponía un serio problema de integración social si te posicionabas a favor de este modelo de producción energética.

En paralelo, los jóvenes hablábamos de mejorar nuestra sociedad, del desarrollo de la sociedad del bienestar con el objetivo claro de obtener un modelo de derechos civiles y sociales. Estábamos empujando hacia la conocida como sociedad del bienestar, ese modelo europeo que siempre habíamos mirada con envidia desde este lado de los Pirineos. Como no podía ser de otra manera, los movimientos ecologistas, los famosos Verdes alemanes, eran un espejo donde reflejar nuestras inquietudes.

Uno de nuestros mayores errores fue no recordar nuestras clases de la infancia donde, de forma reiterada, se nos insistía en potencial económico y comercial de China. En realidad, el error mayor fue ignorar la realidad de la sociedad china, el totalitarismo, la falta de libertades, la semiesclavitud del modelo productivo o la represión social.

La verdad es que, exactamente igual que pasa ahora, los llamados movimientos progresistas se habían apropiado de la verdad, de la única moral válida y posicionarse en contra, era asumir que pertenecías al grupo de los reaccionarios y conservadores que, por todos los medios a su alcance, pretendían mantener sus privilegios a costa de las clases trabajadoras.

En estos momentos nos estamos enfrentando a uno de los mayores golpes potenciales, esos golpes que, en palabras de mi abuela, nos hacían poner los pies en el suelo. Europa tiene sobre la mesa, potencialmente, la mayor crisis energética de nuestra historia reciente y el “gran apagón” forma parte de nuestras conversaciones de café.

El miedo a un invierno sin energía es una realidad y, seamos conscientes, no podemos responsabilizar a nuestros actuales mandatarios. Estos deben lidiar con las consecuencias de las decisiones tomadas hace 50 y 40 años atrás.

Lo que si podemos hacer es analizar que nos ha traído a esta situación, valorar que los idealismos están bien para la juventud pero que la experiencia, el conocimiento y la capacidad de gestión tienen, por definición, que valorar las consecuencias de las decisiones a corto plazo y, esta es la lección que debemos aprender, a medio y largo plazo.

Dicho de otra forma, si las decisiones sobre el futuro del modelo social que queremos para nuestros hijos y nietos las dejamos en manos de quienes ven todo de color rosa, si dejamos que la verdad y la fuerza moral sea propiedad de un solo grupo de pensamiento, lo que estamos garantizando y perpetuando no es solo un apagón energético, estaríamos garantizando el fin de la sociedad occidental tal y como la conocemos o, lo que es lo mismo, el “gran apagón cerebral”.

Ahora nos toca decidir como queremos que sea nuestro futuro y, lamentablemente, no podemos retrasar la toma de la decisión.

Nucleares, SÍ.